De edades que enamoran y de amores que no tienen edad: reseña de “La carne” de Rosa Montero

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«La carne», Alfaguara 2016

“La vida es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de lo que aún no has vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir”. Con esta bella y profunda frase comienza la historia de Soledad Alegre, la protagonista de La carne (Alfaguara, 2016), la nueva novela de Rosa Montero. Y desde el riesgo del que tanto gusta, como dijo Enrique Vila-Matas, la escritora plantea cuestiones trascendentales desde la perspectiva de una vida humana temporalmente limitada.

El lector irrumpe en la vida de Soledad de repente, en uno de los momentos más incómodos de la existencia de la protagonista. A unos días de su 60 cumpleaños Soledad navega en las profundidades de la red en busca de un gigoló, un caro tesoro con el que poder dar celos a su examante. Lencería elegida con esmero, el pubis depilado y el esmalte de las uñas repasado- éste es el ritual que realiza la mujer antes de su encuentro con el guapo acompañante treintañero. Sin embargo, lo que iba a ser un encuentro puntual, acaba por inundar la vida de Soledad sumergiéndola sin poder agarrarse ni siquiera a su pasado.

Sin lugar a dudas el lector está ante una trama polémica. Soledad no es el prototipo de mujer al que la sociedad favorece, pero sí del que tanto necesita. Una mujer de sesenta años soltera y que no ha sido madre es un tabú. Una mujer de sesenta años soltera, que no ha sido madre y que contrata los servicios de un gigoló es un escándalo. Es brutal la ruptura con el paradigma al que todos estamos sujetos, al que se le promete una felicidad artificial como recompensa por seguir unos ritos de paso marcados. Rosa Montero nos regala a esa heroína llamada Soledad Alegre, un nombre que hace justicia a su dueña, una heroína humana, cercana y valiente.

En efecto, la edad es uno de los temas principales de La carne– “carne traidora, enemiga íntima que te hacía prisionera de su derrota”. No obstante, este eterno tema que en la literatura normalmente está emparejado con el de la muerte, Montero lo enfoca desde la perspectiva de la vida. “La gente casi nunca sabía cuándo era la última vez que hacía algo que le importaba”, dice Soledad o… ¿la voz narradora? Las dos voces se funden a lo largo de la historia, un hecho que, junto con el de la similar edad de la protagonista y la autora -sexagenarias ambas-, puede llevar a los adeptos de la teoría del psicoanálisis aplicado a la crítica literaria a fundir a la creadora con su creación. “Necesito que tenga esa edad porque se enfrenta a la posibilidad de no llegar a conocer el amor en toda su vida. Así que tengo que llegar al final de una vida, cuando hay cosas que ya no será posible vivir.”- confesó Rosa Montero a Nuria Labari en una entrevista a principios de noviembre de 2016.

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Rosa Montero retratada por Alejandro Ruesga/ Ediciones El País, S. L., 2015

No creo que el personaje de Soledad sea el “yo” ficticio de Rosa Montero, más bien es un mensaje para sus lectores. En este diálogo la autora destaca la importancia de la felicidad genuina, de una vida plena llena de actos que no turban la conciencia. Un llamamiento a vivir la vida y disfrutarla, a empaparse de las experiencias y sensaciones. Dijo Gide que hay muy pocos monstruos que garanticen los miedos que les tenemos, y Montero demuestra que la edad y la vejez pueden ser uno de ellos si en el transcurso de la vida no se ha conocido el amor. Y que el lector no se equivoque, no me refiero al amor carnal, sino al amor puro y desinteresado que tiene comienzo en el amor y la aceptación de uno mismo. Ese amor cuya existencia es incompatible con el egoísmo.

A lo largo de la historia, Soledad se ocupa de los preparativos de una exposición para la Biblioteca Nacional sobre los escritores malditos. La indagación en las crónicas de María Lejárraga, Philip K. Dick y Maupassant forman parte de ese mandala de autoconocimiento de Soledad, ese camino que se hace al andar y en cuya encrucijada la protagonista se pregunta ¿en qué momento se pierde un ser humano? Y aunque crea que Soledad Alegre y Rosa Montero sean dos identidades diferentes, me atrevo a suponer que, para la escritora, La carne ha sido también un ejercicio de autoconocimiento.

En definitiva, estamos ante una novela atrevida con una explosiva mezcla de temas. El dinámico desarrollo de la trama no está reñido con el planteamiento de temas tan trascendentales como la edad, el amor y los desequilibrios. Las reflexiones de Rosa Montero sobre la escritura y la ficción que están situadas al final de la historia merecen, indudablemente, un volumen monográfico. Le puedo asegurar al lector que si se atreve -en el mejor sentido de la expresión- con La carne, lo único de lo que se arrepentirá es de haberla devorado velozmente.

La importancia de un traductor: reseña de “Palabras vivas, palabras muertas” de Nora Gal

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Los lectores somos exigentes. Cuánto más leemos, más pulido queda nuestro criterio. Es el autor quién responde ante los lectores por la forma y el contenido de su obra. Una obra traducida es responsabilidad del traductor. La historia más bella y sentida se marchitará en manos de un traductor inepto. “Traducir significa comprender, explicar, destapar, encontrar las palabras más fieles y genuinas. A veces suceden casos muy complicados, cuando la integridad de una obra depende del traductor, de su personalidad, de su inteligencia y sensibilidad. Es entonces cuando aflora una creación artística que emociona, como si de la revelación más íntima se tratara. Es imposible crear con unas manos estériles y vagas, ni descubrir con un corazón sordo e indiferente.”, afirma Nora Gal, la autora de Palabras vivas, palabras muertas.

Nora Gal (1912-1991) fue una reconocida traductora del inglés y francés al ruso, crítica literaria, teórica de la traducción. Gracias a ella los lectores rusos han conocido a El principito de Antoine de Saint-Exupéry, El extranjero de Albert Camus y Matar un ruiseñor de Harper Lee, entre otras joyas de la literatura mundial. Ha trabajado con tres idiomas, épocas y contextos diferentes, así como con géneros literarios desde el realismo hasta la ciencia ficción. Con 60 años de edad publicó Palabras vivas, palabras muertas (en ruso «Слово живое и мёртвое») en la que relata su experiencia como traductora, redactora y lectora. Esta popular obra cuenta con tres reediciones en vida de la autora (de los años 1975, 1979, 1987) y al menos siete tras su muerte.

Desde la resignación a que las valiosas enseñanzas de Nora Gal y su legado queden restringidos por las fronteras del idioma me gustaría presentar a esta eminencia rusa a los hispanohablantes. El presente volumen contiene una serie de reflexiones sobre el arte de la traducción ejemplificadas en abundancia. Queridos lectores, aquellos de ustedes que tienen la suerte de leer a Tolstói en original y os interesa la comunicación, Palabras vivas, palabras muertas será todo un descubrimiento. Lejos de una densa y pedante teoría de la traducción, Nora Gal expone los maravillosos matices del habla. Confieso que tras una lectura en la que los instantes de risa sucedían los de reflexión, resulta difícil no cuidar la forma de expresarse.

¿Cómo hablamos? ¿Siempre encontramos las palabras adecuadas para transmitir lo que sentimos? El alma humana rebosa de emociones, y con frecuencia nos resulta complicado encontrar las palabras adecuadas para expresar una idea: cambiamos las conocidas locuciones por aquellas de más impacto. Las palabras se quedan obsoletas. Inventamos otras. Las prestamos de otros idiomas, las mutilamos y las tergiversamos. “¡Son efectos de la globalización!”, dirán algunos. Y tendrán toda la razón. Sin embargo, es deshonesto justificar la pobreza del propio vocabulario con una realidad tan complicada como lo es la difusión mundial de modos y tendencias que fomenta la uniformidad de gustos y costumbres, es decir, con la globalización.

Nora Gal defiende la riqueza del vocabulario. Expone que ya desde la primera mitad del siglo XVII se ha intentado construir una lengua artificial común, y el único constructo que ha conseguido echar raíces en la comunicación mundial ha sido el esperanto. Una lengua artificial no puede competir con la riqueza de una lengua que ha sido desarrollada por una nación con costumbres transmitidas durante generaciones, una lengua que ha evolucionado durante muchos miles de años. Una lengua nacional encierra valores e historia de un pueblo que merecen ser parte de nuestro presente. Ante el temor de parecer incultos nos aventuramos en la búsqueda de expresiones vacías de significado que dan lugar a frases ambiguas. La riqueza del lenguaje consiste en utilizar palabras concretas, paradójicamente sencillas, y abstenerse de aquellas pomposas, abstractas y rebuscadas.

Enemiga de las tendencias de la escuela formalista, ejemplifica las ventajas de una traducción literaria. Gal defiende el estilo libre de traducción a favor de que la obra traducida no tenga aspecto de tal, sino que el lector tenga la sensación de leer a un Saint-Exupéry que ha escrito directamente en ruso. El oficio de traductor conlleva una gran responsabilidad, ya que un texto mal traducido puede causar una impresión equivocada sobre el mensaje del autor, sobre algún personaje o la obra en su totalidad. “El traductor debe visualizar el cuadro que va a pintar”, dice la autora. Una imagen bella y armónica se compone de múltiples detalles y matices que no se deben descuidar.

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Iván Káshkin

Nora Gal nos recuerda que la traducción es un arte, en el que el orden sí altera el producto. En Palabras vivas, palabras muertas dedica una parte a homenajear a los traductores pertenecientes a la escuela de Iván Kashkin, fundada a principios de 1930. Gracias a su labor Hemingway, Joyce y Bernard Shaw entre muchos otros cautivaron millones de corazones rusos. Hablamos de los mismos lectores que se han nutrido de las palabras de Púshkin, Tolstói y Dostoyévski, lectores exigentes y cultos.

Sin lugar a duda, en el siglo XXI la traducción, así como la comunicación encierran una infinidad de cuestiones y problemáticas que quedan por resolver. ¿Debemos tender hacia un lenguaje global? ¿Optar por aprender un idioma nuevo o limitarse a usar un traductor automático? ¿Omitir las haches y las tildes en un mensaje de texto para ahorrar tiempo? ¿Cómo hablamos y qué leemos? ¿Qué ejemplo damos a las generaciones venideras? Sí, son preguntas complejas. Y antes de remitir la responsabilidad a los gobiernos o a los profesores, debemos empezar por cambiar nuestra propia manera de actuar y de hablar. Creo que este es el consejo más valioso y universal que se puede extraer de Palabras vivas, palabras muertas.